miércoles, 28 de febrero de 2007

Las líneas rojas que nunca debieron ser traspasadas

El Mundo 2007/02/28

"Esa actitud de equidistancia, ese posibilismo, esa equiparación entre víctimas y verdugos que empezó a vislumbrarse cuando López no descartó tajantemente la posibilidad de gobernar con nuestros asesinos, está llevando al Partido Socialista a situarse al otro lado de la raya"
ROSA DÍEZ

Las líneas rojas que nunca debieron ser traspasadas
Hace mucho tiempo que empezamos a hablar de dónde debiéramos situar las líneas rojas; esas líneas que bajo ningún concepto ni apelando a ningún objetivo pueden ser traspasadas en democracia. Esas líneas que marcan la diferencia entre el honor, el deber y el cálculo, la política y la demoscopia, el uso del poder o el ejercicio de la responsabilidad.

La primera vez que leí una entrevista del secretario general del Partido Socialista de Euskadi, Patxi López, en Gara, en la que no descartaba una alianza poselectoral con Batasuna -o su nueva marca-, escribí un artículo titulado Lo más sagrado. Era noviembre de 2005; muchos dirigentes del PSOE afearon mi denuncia; nadie se ocupó de estudiar los hechos denunciados: el inicio de una deriva de los dirigentes del partido que les ha llevado, indefectiblemente, a identificar, pública e institucionalmente, el sufrimiento de las víctimas con el de sus verdugos.

Decía López en aquella entrevista que «si todos los vascos nos ponemos de acuerdo, no habrá muros de contención insalvables», haciendo suyo el lenguaje acuñado por los nacionalistas, así como su filosofía. Como si la democracia no fuera una suerte de reglas, de «muros», establecidos precisamente para poner coto a las reivindicaciones ilegítimas de individuos o de colectivos. El típico «qué hay de malo en ello», tantas veces reiterado por el lehendakari Ibarretxe para defender su plan exclusivista, había sido incorporado al lenguaje socialista.

En esa entrevista, López fue preguntado sobre futuros acuerdos de Gobierno, incluso con Batasuna. Su respuesta fue: «Democracia es, entre otras cosas, libertad de pactos. Que cada cual lo interprete como quiera...». Nadie desde la dirección del PSOE desautorizó formalmente sus palabras. Yo pensé entonces -y lo denuncié- que estábamos traspasando una de las líneas rojas.

Tres meses después, en febrero de 2006, José Antonio Pastor, portavoz de los socialistas en el Parlamento Vasco, concedió una entrevista al mismo diario proetarra. Siguiendo la senda de su jefe, avanzó algunas posiciones -me parecieron tan graves algunas de sus aseveraciones, que me vi obligada a escribir una Carta abierta al presidente del Gobierno-.

En aquella entrevista, Pastor respondía a una pregunta sobre las posibles medidas de flexibilización en la situación de los presos de esta manera: «La situación política vasca tiene dos momentos importantes: uno, el momento en el que se puede iniciar el proceso de paz, pero, evidentemente, hay un día después. Y ese día después, ese proceso de reconciliación, no va a ser fácil, necesita del concurso de las más de 1.000 víctimas del terrorismo y necesita también de ejercicios de generosidad y de flexibilidad por parte de todos. Hay que atender el criterio de las víctimas, que básicamente piden que se les reconozca el daño causado y se les pida perdón; pero, por otra parte, también hay que pedirles una cierta dosis de generosidad a ambos sectores que, si se quiere, los personalizaremos en las víctimas y en los presos de la banda terrorista ETA, que, de una forma u otra, en función de las circunstancias de cada uno y a lo largo del tiempo, deberán de ir reintegrándose con cierta normalidad a la vida política. Claro que es muy difícil conjugar dos mundos que han estado tan apartados y en el que unos han sido víctimas y otros básicamente verdugos, y eso va a exigir muchas dosis de diplomacia, generosidad, mano izquierda y sentido común. Es cierto que a las víctimas hay que escucharlas y tenerlas en cuenta a la hora de aplicar estas políticas, pero no pueden convertirse en un agente político activo en un proceso de paz; no lo han sido en ningún proceso del mundo».

Era la primera vez, que yo recuerde, que un dirigente del Partido Socialista equiparaba públicamente a las víctimas con los verdugos; la primera vez en que se pedía «generosidad» a las víctimas, como si ellas tuvieran parte de la responsabilidad de ser lo que son: víctimas del terror; era la primera vez que un dirigente socialista se atrevía a decir que «en esos dos mundos que han estado tan apartados» -como si la culpa de estar apartados los terroristas y sus víctimas fuera achacable por igual a unos y a otras-, unos «han sido víctimas y otros básicamente verdugos».

Pensé entonces que estábamos traspasando una de las líneas rojas. La única respuesta de la dirección del PSOE a mi denuncia fue mi destitución fulminante de la Comisión de Libertades. Nadie vio nada democráticamente anómalo en los hechos denunciados.

Después vendría un documento del Comité Nacional del PSE en el que se denomina a los asesinos como «aquéllos que la Justicia determinó que eran los asesinos», mientras que las víctimas pasan a ser «quienes tienen la consideración de víctimas». También eso nos hizo pensar que habíamos traspasado las líneas rojas de la decencia y de la dignidad. Pero nadie hizo nada; y el proceso de degeneración democrática siguió su curso.

Y como era de esperar en este ambiente de relativismo absoluto, de oscuridad y de confusión, en el que el enemigo de los socialistas parece ser el Partido Popular y el adversario es Batasuna, se ha culminado el despropósito, proclamando en el Parlamento Vasco el derecho de los presos terroristas a recibir ayudas públicas. «Nos parece un derecho que se mantengan y se hagan cumplir esas ayudas», dijo el portavoz del PSE, modificando la posición histórica del partido que siempre había sostenido -la última vez, en diciembre de 2007, cuando apoyó los presupuestos de Ibarretxe pero se «opuso» a esa partida-: que las ayudas a terroristas no eran un derecho, sino «una opción política».

Para arreglarlo, solicitó ayudas también para «los amenazados que necesiten un respiro en otra comunidad autónoma e, incluso, a quienes han resultado damnificados por ETA y viven ahora en otros lugares de España». Obsérvese el lenguaje: «quienes tienen la consideración de víctimas», según el documento del Comité Nacional, son ya damnificados. «Hemos reconocido que sufren los familiares de las víctimas del terrorismo y que sufren los asesinos y las madres...», siguió diciendo el portavoz. Y matizó después, para terminar de arreglarlo: «aunque no es lo mismo la cárcel que el cementerio...».

Esa actitud de equidistancia, ese posibilismo, esa equiparación entre víctimas y verdugos que empezó a vislumbrarse cuando López no descartó tajantemente la posibilidad de gobernar con nuestros asesinos, está llevando al Partido Socialista a situarse al otro lado de la raya. Esa raya que separa a los demócratas de los totalitarios; esa raya que niega cualquier causa que justifique el terror; esa raya que proclama que la inocencia de las víctimas es intocable; esa raya que establece la diferencia insalvable y radical entre víctimas y verdugos: las primeras todas inocentes, los segundos, todos culpables.

Hemos traspasado la raya roja. Y me pregunto, con todo dolor y llena de incertidumbre, si quienes hasta ahora nos hemos limitado a denunciarlo -algunos, pocos, en público; muchos, en privado- no podemos hacer algo más que lo que hacemos para evitar esta degeneración, esta regresión moral y ética que se está produciendo. Me pregunto si no ha llegado ya la hora de que demos un paso adelante.

Rosa Díez es diputada socialista en el Parlamento Europeo.

miércoles, 21 de febrero de 2007

Guerra de palabras

El país 2007/02/21

"En una palabra, la línea política y económica de periódicos, radios y televisiones en España requiere, para ser entendida, un esclarecimiento que se nos escapa acerca de las redes de intereses políticos y económicos que modulan el contenido de la información"
ANTONIO ELORZA

Guerra de palabras
Uno de los reportajes más famosos en la historia del periodismo durante la Segunda República fue el realizado por Ramón J. Sender sobre la matanza de anarquistas en Casas Viejas para el diario La Libertad. El valor de la serie de artículos no se ve alterado, pero su significación política sí, al tener en cuenta que el periódico republicano era a la sazón propiedad de Juan March, y que por consiguiente resultaba de la máxima utilidad servirse del suceso para atizar un fuego en el cual ardiese el Gobierno presidido por Manuel Azaña. Otro tanto sucedía con el diario izquierdista La Tierra, en cuyas páginas colaboraban anarcosindicalistas y comunistas cargando un día tras otro contra el régimen, debidamente subvencionados por la derecha monárquica para tan santa labor. Los ejemplos pueden multiplicarse, y no sólo en la década de los años treinta. Aún están frescos los casos del afectuoso tratamiento dado por la prensa conservadora a Julio Anguita, un hombre de bien en la izquierda por cuanto impedía toda alianza electoral con el PSOE, o, en el campo opuesto, y ya en fecha muy reciente, las facilidades otorgadas al primer mediocre que se muestre dispuesto a embestir contra todo aquel que se atreva a ejercer la crítica del Gobierno.

La comprensión de la prensa, especialmente en tiempos revueltos como el actual, requiere algo más que una lectura atenta y el consiguiente análisis de contenido sobre editoriales y artículos de opinión. Hay que mirar al otro lado del espejo, para saber qué imágenes de la realidad ofrece por sí mismo ese espejo, y con frecuencia para evitar que tomemos las deformaciones por representaciones veraces. Cierto que demasiadas veces la tarea se torna imposible, bien por acumulación de obstáculos, bien por escasez de datos. Así, resulta difícil entender por qué, si nos atenemos a la identidad de sus defensores, la OPA de Gas Natural sobre Endesa era progresista, y en cambio la resistencia de los eléctricos, retrógrada. Desde que se ha consolidado, es un decir, el Estado de las autonomías, quedan en la sombra las razones de determinadas tomas de posición en éste o aquel diario sobre asuntos que las conciernen. Al margen de los alineamientos políticos, cabe sospechar que los recursos a disposición de las comunidades autónomas pueden intervenir, lo mismo que sucede a escala internacional con el oro de Arabia Saudí, pero no hay periodismo de investigación que sea capaz de hincarle el diente a semejante materia. Pensemos en el escándalo cuidadosamente tapado de la recalificación de los terrenos de la Ciudad Deportiva del Real Madrid, con la consecuencia de unos monstruos sobre el perfil urbano de la capital que deberían ser llamados para la posteridad Torre Beckham, Torre Ronaldo, o cosa parecida, con otros tantos ceros sobre sus últimos pisos que tendrían la función de dejar huella indeleble del total fracaso deportivo registrado en el mandato de Florentino Pérez. Por cierto, la absoluta nulidad del financiero en su gestión deportiva del equipo blanco, ocupado como estaba en la venta de camisetas, pasó prácticamente desapercibida para los grandes medios. Para entenderlo, los estudiantes de periodismo tienen que acudir a la lectura de Quevedo, y en particular a su "Poderoso caballero es don dinero...".

En una palabra, la línea política y económica de periódicos, radios y televisiones en España requiere, para ser entendida, un esclarecimiento que se nos escapa acerca de las redes de intereses políticos y económicos que modulan el contenido de la información. Eso sí, hay casos en que lamentablemente todo es tan claro como inexplicable: pensemos en el papel del vértice de la Iglesia católica a la hora de movilizar las conciencias contra el Gobierno y no sólo contra su laicismo, vía Cope y empresas asociadas. Pero es la excepción que confirma, por demasiado visible, una regla de opacidad.

Para quien observa el fenómeno desde el exterior en España, estando no obstante en condiciones de apreciar sus manifestaciones más significativas, lo que Umberto Eco llamó un día "la estructura latente" de la información, se presenta como la articulación de un trabajo profesional bien realizado de cientos de periodistas que recopilan, ordenan y transmiten los datos de la información, y, por encima del mismo, un entramado piramidal que interviene sobre el resultado de la labor anteriormente descrita para conferir al producto el sesgo ideológico deseado. Tanto en la prensa, como en la radio o en la TV, por los resultados puede intuirse la presencia de una trama de técnicos de la comunicación, a quienes no sería impropio calificar de comisarios políticos, encargados de encontrar un titular que disminuya el impacto de una noticia adversa, resalte un día tras otro un mensaje que a pesar de ser falso debe quedar grabado en la cabeza de los lectores -tal es la regla de oro en las campañas de intoxicación sobre el 11-M y la pista etarra-, o eche tierra sobre una noticia incómoda. Es lo que en una vieja canción del mejor de los grupos revolucionarios chilenos, los Quilapayún, era expresado aludiendo al trato dado a la noticia de la muerte de un trabajador: "Se destina cuarta plana, letra chica, y a un rincón". Un examen cuidadoso de la prensa madrileña para los últimos meses nos permitiría comprobar hasta qué punto es alcanzado un virtuosismo en la presentación de la noticia que hace que el mismo suceso pueda sugerir de inmediato interpretaciones opuestas entre sí, desde los titulares a las notas en apariencia más inocuas, pasando por la jerarquía establecida en primera plana entre temas en apariencia dispares, como pueden ser el procesamiento de un político en Euskadi y un asunto de corrupción. El deber de la polémica impone su ley.

Nada tiene de extraño que semejante clima afecte a los artículos de opinión y no sólo reflejen esa deriva maniquea, sino que jueguen con excesiva frecuencia el papel de amplificadores. Ciertamente, cabe registrar importantes diferencias entre uno y otro sector de opinión. Lo que representan las opiniones vertidas en Libertad Digital y en general por los medios de la Cope no tiene contrapartida en el área gubernamental. La voluntad pertinaz de descalificar brutalmente y destruir la imagen del adversario les singulariza en este poco grato escenario. De ahí el acierto de quienes se han negado a compartir la recepción pública de un premio con alguien cuyo discurso desborda día a día los confines de la opinión democrática. Pero la tendencia a la exageración sí es un denominador común. En estas mismas páginas, tras un canto a las excelencias del procedimiento mediante el cual fuera adoptado el Estatuto catalán, olvidando como era de esperar que el bajo porcentaje de votantes registrado hubiera invalidado el referéndum en otros países democráticos, se proclama por un excelente constitucionalista que un rechazo de fondo a dicho Estatut por el Tribunal Constitucional supondría nada menos que un "golpe de Estado". Como si la democracia consistiera en alcanzar una solución favorable a determinados fines, y no en un procedimiento para alcanzar soluciones dentro de un marco jurídico previamente fijado, con independencia de que nos satisfagan o no, e incluso de que sus consecuencias políticas resulten o no beneficiosas. La inconstitucionalidad de capítulos importantes del Estatuto catalán supondría sin duda un problema muy grave: nada tiene que ver con la regularidad del proceso político mediante el cual fue alcanzado el texto hoy vigente. La advertencia sería aplicable a la totalidad de temas de actualidad en los cuales, desde la inculpación de un político al caso De Juana Chaos al acatamiento a las decisiones de los jueces, viene seguido inmediatamente de su descalificación en el caso de que aquéllas disgusten al emisor de la opinión, con excesiva frecuencia un político de relieve. Las idas y venidas en torno al llamado "proceso de paz" no han hecho sino llevar este problema hasta una situación límite.

Ahora bien, ante este estado de cosas, la existencia de un denominador común en muchos comportamientos no debe sugerir la equidistancia. La comparación entre las dos grandes manifestaciones contra el terrorismo basta para comprobar hasta qué punto la iniciativa de la agresividad pertenece a la oposición conservadora. No estamos en una coyuntura parecida a la del 36 bajo ningún concepto, pero el hecho de esgrimir un bosque de banderas nacionales contra el presidente del Gobierno, bajo el patrocinio del Partido Popular, es ya en el plano simbólico un hecho de extrema gravedad. Casi nada, empero, si se confirma la tendencia registrada en la prensa filopopular durante esta fase preliminar del juicio del 11-M. El más pesimista no podía imaginar los esfuerzos desplegados desde el primer momento para sugerir que la instrucción fue un fracaso técnico, llegando hasta el punto de refrendar la validez de las respuestas de los acusados, saludando sus protestas de inocencia y destacando en titulares lo bien que resisten a la presión de los interrogatorios, sin dejar nunca de insistir sobre el tópico de que la citada instrucción está plagada de lagunas. Los voceros del islamismo radical deben estar agradecidos a unos líderes de opinión que parecen empeñados en exculpar por todos los medios a Al Qaeda de lo sucedido el 11-M.

Sólo que en sus réplicas el Gobierno parece muy satisfecho con semejante exasperación, fruto de la deriva extremista que cobra fuerza en el partido de Rajoy (¿de Rajoy?). Nada justifica en la vida económica y social de España semejante oleaje de superficie, que en muchas de sus formas de expresión viene a decirnos que siguen vivos los odios de una guerra muy lejana en el tiempo. Toca, pues, a José Luis Rodríguez Zapatero y a su Gobierno, incluido el nuevo ministro de Justicia, tomar la iniciativa para que ese estúpido incendio del resentimiento no siga propagándose. En términos futbolísticos, jugando al fuera de juego y evitando ir una y otra vez al choque.

sábado, 17 de febrero de 2007

Dos matanzas de Atocha

EL PAÍS 2007/02/17

ANTONIO ELORZA

Juicio por el mayor atentado en España 11-M
Dos matanzas de Atocha
El azar ha dispuesto que el comienzo del juicio contra los presuntos responsables del atentado del 11-M coincida prácticamente en el tiempo con el treinta aniversario de otra matanza, el asesinato de un grupo de abogados laboralistas por unos pistoleros de extrema derecha. Muy pocos metros separan la estación ferroviaria en la cual tuvo lugar la principal voladura de trenes por el comando islamista, del despacho de la calle Atocha, creo recordar que en el número 55, donde fueron fríamente ejecutados en su mayoría los jóvenes letrados allí reunidos. En ambos casos, grandes manifestaciones ciudadanas pusieron de relieve la derrota política del terror. Y también en ambos casos el episodio se constituye en momento decisivo para la historia de nuestra democracia.

La primera matanza de Atocha, de fines de enero de 1977, vino a decantar la trayectoria insegura de los primeros meses de posfranquismo hacia una resuelta orientación democrática, dirigida por Adolfo Suárez. Todo el mundo sabía que los franquistas duros no se habían desarmado y que la piedra de toque para una verdadera democracia era la legalización del Partido Comunista. Posiblemente pensaron los primeros que un asesinato ejemplarizante, seguido de una respuesta violenta a cargo del PCE, obligaría al Gobierno a reponer el patrón represivo a que se atuvo el régimen desde la Guerra Civil. Sucedió todo lo contrario. El sector ultra del franquismo dejó ver su brutalidad, y también su falta de cohesión. Las camadas negras, descritas en el filme de Manolo Gutiérrez Aragón, podrían causar más muertos, pero carecían de futuro político. Paralelamente, la impresionante respuesta de masas en homenaje a los asesinados, bajo control del PCE, mostró que sin este partido no podía haber democracia y que además el Partido sería una fuerza de apoyo fundamental para construirla. Con el respaldo sin fisuras de la ciudadanía, la vía hacia una democracia auténtica quedaba abierta.

En los tres años transcurridos desde el 11-M, muchos elementos favorecen la impresión de que también en el nuevo episodio la muerte perdió la partida en el plano político. Ciertamente, el resultado cuantitativo de las elecciones generales del día 14 se vio modificado sensiblemente por el impacto, no del atentado, sino de la apuesta del Gobierno de Aznar por imponer una versión de los hechos que le hubiera dado una clara victoria. Los ciudadanos, no el PSOE, se lo hicieron pagar en las urnas, si bien no cabe olvidar que aun cuando el PP hubiese logrado una mínima ventaja sin 11-M, formar gobierno iba a ser para Rajoy misión casi imposible. Fuera de eso, los datos positivos se acumulan. La respuesta ciudadana, de nuevo impresionante, prolongada más allá de la gran manifestación, supo conjugar el rechazo del terror con la exclusión de todo acto xenófobo contra el colectivo del que procedían los asesinos, a pesar del sustrato existente de maurofobia. Nada parecido a la reacción habida en Holanda tras el asesinato ritual de Van Gogh: entonces y ahora, la islamofobia está presente entre nosotros a modo de espantajo exhibido por simpatizantes del islamismo y teólogos seudo-progres apuntados a la Alianza de Civilizaciones. Y sobre todo, siempre en el marco del Estado de derecho, la respuesta española al 11-M constituye la antítesis al método Bush de convertir el antiterrorismo en violación sistemática de los derechos humanos, por añadidura con paupérrimos resultados. Aquí no hubo ningún Guantánamo y ahí tenemos sentados en el banquillo a los posibles integrantes del grupo de acción terrorista del 11-M. Faltan, lógicamente, cabos por atar. Después de la pérdida de Afganistán, Al-Qaeda tuvo que adoptar una forma de organización descentralizada, con mínimas conexiones entre los comandos actuantes y los núcleos de dirección. Y eso repercute tanto sobre la eficacia de la estrategia como sobre las posibilidades de reconstruir por entero la trama del terror.

De los imputados musulmanes, poco cabe esperar en el juicio. Su creencia les protege y les impone la taqiyya, el encubrimiento. El único lado oscuro en este episodio corresponde al mantenimiento de una estrategia de intoxicación, desde el PP y sus medios, inspirada por un puro y duro sentimiento de revancha, fracturando la conciencia ciudadana.

jueves, 15 de febrero de 2007

Tinduf desolada

EL PAÍS 2007/02/15

AURELIO ARTETA

Tinduf desolada
Han sido nada menos que 52 las resoluciones favorables desde 1990, aunque ya hemos perdido la cuenta. Como cada año, también el último (el día 14 de diciembre) la Asamblea General de la ONU aprobó por 70 votos a favor y ninguno en contra otra nueva resolución reafirmando que el del Sáhara Occidental es un problema de descolonización interrumpida que sólo puede resolverse mediante la práctica del principio de autodeterminación. España se abstuvo en la votación. Nuestro representante en las Naciones Unidas adujo que, aun cuando su Gobierno apoyaba ese principio, no era el único susceptible de abordar este proceso descolonizador. No consta que el embajador pasara entonces a exponer qué otro principio sería aplicable para acabar con esta vergüenza política que dura ya demasiado.

Ignorante de los recovecos de la política internacional, a uno le parece una inhibición culpable. Es escandaloso que España se abstenga de aliviar la suerte de la región del planeta en la que le asiste menos derecho a abstenerse y más deber de estar implicada. Incluso habría más razones para disculpar esa vergonzante neutralidad en Estados Unidos y Francia, países con los que en este litigio España está alineada. Al fin y al cabo, Sáhara Occidental no ha sido nunca una porción de aquellos Estados como lo fue del nuestro. Por eso muy pocos días después el presidente argelino pudo sacar los colores al español pidiéndole mayor compromiso con vistas a organizar el referéndum requerido por la legalidad internacional. Y es que, recordó Buteflika a Rodríguez Zapatero, "España no puede quedarse indiferente ante la suerte actual del pueblo saharaui, que ustedes colonizaron desde 1885 hasta 1975". ¿O no es tal indiferencia la que hoy permite que sea el reino de Marruecos el nuevo y más brutal colonizador?

Por lo que se escucha en los campamentos, los saharauis confían en la sociedad española, pero tienen al Gobierno español como enemigo. Es verdad que la responsabilidad última corresponde a las Naciones Unidas, pero pocos Gobiernos del mundo como el nuestro guardan la llave de la solución del problema. A falta de autoridad mundial con poder para disuadir a la actual "potencia ocupante" (Marruecos), le tocaría a la anterior "potencia administradora" (España) emprender pasos que desbloqueen la situación. Pues ésta se pudre a tal extremo que, según bastantes refugiados, la única esperanza reside en una nueva guerra con el invasor. No porque haya la menor confianza en ganarla, claro está, sino porque sólo así los jugadores decisivos de la partida se verían forzados a mover ficha en este tablero político congelado.

Podría ser entonces que el Gobierno no estuviera defraudando tan sólo a los pocos saharauis, sino a muchos españoles más, y que en este punto fuera tan enemigo nuestro como suyo. Es cosa fácil de entender. Antes o después, un Gobierno democrático debe y suele dar noticia de sus políticas, lo mismo de sus proyectos que de sus resultados. Se trata de una obligación sin la cual el ciudadano permanece incapaz de formar su juicio político y, por tanto, de ejercer el debido control de sus mandatarios. De modo que, mejor o peor, la opinión pública española está oficialmente informada de las razones de la salida de nuestras tropas en Irak o de nuestra actual presencia militar en Bosnia y Afganistán. Hasta podría recordar que, bajo la presidencia de España, el Consejo de Seguridad aprobó en 2003 por unanimidad la resolución 1.495 en apoyo del Plan Baker para descolonizar el Sáhara Occidental, esa resolución que no quiere aplicarse. Ahora bien, ¿quién explicó a esa opinión pública el giro radical de nuestra política en este conflicto precisamente a partir del último cambio de Gobierno? ¿Algún ciudadano conoce por boca del ministro Moratinos la postura oficial ante la estrategia marroquí y el futuro a medio plazo de la ex colonia? Quizá se nos pasó por alto, pero ¿acaso ha dedicado el Parlamento español una sola sesión a debatir de esta notoria injusticia que un Gobierno franquista comenzó y varios Gobiernos democráticos llevan treinta años manteniendo? ¿Cuál es entre nosotros el partido que introduce este pleito en su campaña electoral o en su agenda política?

Se dirá que el ciudadano medio, en su habitual desidia hacia la cosa pública, tiende a despreocuparse de las andanzas de su país en política exterior. Y eso es cierto, salvo seguramente a propósito de Sáhara Occidental. En este asunto, una nutrida población española está volcada a través de múltiples asociaciones de solidaridad, ayuda humanitaria, acogida de niños, etcétera, mientras su Gobierno no da señales de sentirse concernido. Así las cosas, en la medida en que hemos convertido ya a esas gentes en bastante "nuestras", junto al derecho a saber la suerte que se les prepara nos mueve también un justificado interés en saberlo.

Aceptemos, pues, con algún entendido que el derecho al autogobierno del Sáhara no ha de equivaler sin más al derecho a su independencia. A lo mejor bastaría que ese autogobierno garantizara el retorno y una vivienda digna a los exiliados, la disposición autónoma de sus riquezas naturales y la libertad para defender sus proyectos políticos. Sólo que, desde su probado desprecio hacia los mandatos de la autoridad internacional -y conforme al trato político que dispensa a sus propios súbditos- no es de esperar que el régimen de Mohamed VI acceda de buen grado al reconocimiento de tales cotas de soberanía saharaui. Y la pregunta es cómo va a favorecer España ese reconocimiento, mientras vende a aquel régimen las armas que lo vuelven imposible.

Al visitante de los campamentos de Tinduf le abate el espectáculo desolador de aquel paraje y de sus pobladores. Los mayores se entregan a rumiar el pasado, los más jóvenes no se hacen ilusiones sobre su porvenir, los niños acuden a una escuela a la que sus maestros -desprovistos de alicientes- faltan cada vez más. Entre tanta basura sin recoger y pozos sépticos sin depurar, cunde la desidia y la desmoralización. Son vidas sobrantes: al carecer como refugiados de derechos políticos, carecen también de derechos como seres humanos. Se ha dicho que la solidaridad hacia estos despojos de Tinduf discrimina a la mayoría que malvive en los territorios ocupados a merced de la presión y represión marroquíes. ¿Y no podría nuestro Gobierno contribuir al acercamiento de estas dos partes de la quebrada sociedad saharaui para así forzar a la observancia del reiterado dictamen de las Naciones Unidas?

Porque sería sencillamente infame que tanta memoria histórica para los de aquí dejara olvidados a los de allá, esos que un día nada lejano también fueron de los nuestros.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco.

miércoles, 14 de febrero de 2007

DIALOGAR CON FANÁTICOS

Diario de Navarra 2007/01/13


"Decía Locke que resultaba absurdo ser tolerante con serpientes, con aquellos que, si pudieran, no dudarían en matarnos. Con las serpientes lo que hay que hacer, añadía, es pisarles la cabeza"
Iñaki Iriarte López

DIALOGAR CON FANÁTICOS
La ventaja de tratar con fanáticos es que su propio fanatismo les impide ocultar sus intenciones, al menos en lo que respecta a ciertas cuestiones fundamenta­les. Los nazis, por poner el caso, eran inca­paces de disfrazar sus fobias, aunque ello les facilitara las cosas. Tampoco a los isla­mistas se les pasaría por la cabeza embau­carnos acerca de la aplicación de la sharia. A quienes están convencidos de poseer to­da la verdad les repugna mostrarse equívo­cos con la necesidad de imponerla.

En todas sus declaraciones desde que de­cretó el alto el fuego, ETA ha dejado claro cuáles eran las bases para solucionar «el contencioso». Citando su último comunica­do: «Acordar y construir para Euskal Herria un nuevo marco jurídico-político funda­mentado en el derecho de autodetermina­ción y en la territorialidad». En los últimos meses sus esbirros sin capucha no han deja­do de repetirnos con una reiteración digna de hare-krisnas la misma monserga. «Te­rritorialidad», «autodeterminación», «auto­determinación», «territorialidad». Supongo que si no han insistido en la cantinela de la amnistía es porque la daban ya por ganada.

Resulta innegable la claridad del mensaje que transmiten: «Esto no se acaba hasta que no se acepten nuestros dogmas». Lo que só­lo significa que no habrá paz hasta que los demás, los que no extorsionamos, amena­zamos, fabricamos explosivos, conspiramos para matar a nuestros vecinos ni quemamos los bienes ajenos, nos rindamos y comul­guemos dócilmente con sus ruedas de moli­no.

Decía Locke que resultaba absurdo ser tolerante con serpientes, con aquellos que, si pudieran, no dudarían en matarnos. Con las serpientes lo que hay que hacer, añadía, es pisarles la cabeza. Debemos ahora pre­guntarnos hasta qué punto tiene sentido proponer el diálogo con quienes, siendo una minoría, exigen a la mayoría la acepta­ción de sus axiomas como única vía para abandonar la violencia. Si «diálogo» signifi­ca literalmente «aprender a través del otro», ¿qué puede enseñarnos conversar con quienes confiesan que sólo dejarán de atacarnos cuando aceptemos su victoria?

Tras el salvaje atentado de Barajas, Iba­rretxe ha apelado a dejar abierta «la puerta del diálogo», «mantener la esperanza», «mirar hacia adelante». Su correligionario, Urkullu ha pedido también «un esfuerzo de diálogo y de negociación entre todos». Begoña Errazti, por su parte, ha declarado su deseo de «continuar el esfuerzo en el proceso de paz». ¿Cómo explicar la actitud de estos líderes del nacionalismo vasco? ¿Ingenuidad? ¿Generosidad? ¿Un alma de boy-scout? ¿Una mayor altura de miras, en comparación con quienes se oponen a todo trato con terroris­tas? ¿No se han entera­do, acaso, de lo que ETA y sus txakurras han estado repitiendo, que no habrá paz hasta que cedamos a sus exi­gencias? ¿Todavía no han comprendido que nos las habemos con fanáticos?... ¿O es que tal vez acarician la perspectiva de obtener un beneficio político del fin de la violencia? Batasuna ha anunciado su intención de acudir a la manifestación convocada por Ibarretxe bajo el lema «Por la paz y el diálo­go». Como era de esperar, el lehendakari ha decidido cambiarlo, lo que podría evitar el esperpento de ver a los Otegis y Barrenas asistiendo a una protesta convocada en re­chazo a ETA, sin el menor asomo de conde­narla. Pero el mero hecho de que quienes han aplaudido a tantos asesinos hayan po­dido dar por bueno el primer lema debería hacer reflexionar a todo el nacionalismo democrático acerca de la perversión de al­gunos tópicos.

Iñaki Iriarte López es profesor de Pensamiento Político de la Universidad del País Vasco